Con dos pedales
Concéntrate. Ni están tus jefes, ni la chica que te gustó, ni la chica que te gusta, ni los compañeros de trabajo, ni las compañeras de estudios, ni tu familia, ni tus amigos, ni... Ahora, en el más bello momento del día, en el más duro, en el más sufrido, en el más agotador, la bicicleta y tú. Pensando nada más en la fuerza que aplicas a esos dos pedales. En engañar al cansancio y en dirigir toda tu rabia hacia la carretera. Eres el único. Eres único a pesar de que todos te adelantan. Eres el mejor, a pesar de que nunca hayas ganado nada material, porque cada día que te subes a la bicicleta es un triunfo. Ganas a los que te dicen que es muy duro. Ganas a las que te dicen que es peligroso. Ganas a todos aquellos que han ganado una copa, pero renunciaron después a este deporte. Pero ganas, sobre todo, a tu mente. La que te dice que es mejor salir otro día. La que te dice que te tumbes en el sofá y descanses. La que te dice que es más entretenido jugar con el ordenador. La que te hace mal.
Cada puerto, cada rampa, cada repecho, cada curva de herradura ha sido colocado para que lo supere un día y otro y otro y otro más. Pienso desgastar las carreteras, pienso aburrir a los perros que me asalten en cada ascensión, pienso demoler el asfalto, pienso subir todo lo que pueda y más. Hasta que no pueda más, hasta que el corazón diga basta, hasta que las piernas se me bloqueen, hasta que la cabeza no admita más sufrimiento, hasta que... Pero que no se equivoque, porque en cuanto sienta el más mínimo gramo de fuerza, pienso levantarme y seguir pedaleando.
Lance Armstrong decía que quería morir descendiendo a 100 km/h un puerto de los Alpes. Yo tengo el mismo pensamiento, aunque mejor subiendo el Gamoniteiru o el Angliru o San Lorenzo o Ancares o Lagos de Covadonga o...
Y ahora que ya has gastado todo este rato leyendo esto, coge tu bicicleta y quema el asfalto.
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